En el monte del Olivo, nació un campesino errante,
vagabundo y cavilante, peregrino del olvido.
Bajo estrellas y al Olivo, confesó sus duras fustas,
no, porque fueran injustas, sino, por creerlas duras.
El Olivo robusto y bondadoso tendía raíces frescas
para brindar a su amigo reposo, una copa majestuosa
y un tronco más que acolchado,
para un peregrino dormido, soñar pudiera a su lado.
El errante peregrino henchido de pura fuerza,
cobijábase ante el Olivo, por respetar su entereza.
Olivo que del errante, sólo escuchaba y con fuerza,
lamentos del peregrino, que no llevaba a su mesa.
El Olivo ya era viejo, el peregrino, más joven era.
El uno sentía dolores, del otro sorbía sus penas.
Así que regado estaba por la lluvia y el rocío,
también por el peregrino, que le llenaba sus venas.
Y cuanto más caudalosas, las lágrimas escapadas,
más consumía el Olivo: penas, agobios y rabias.
Cuando en tiempo de cosecha y de olivas brotadas,
su aceite no era aceite, era amargura encerrada.
Así, cuando al consumirlo, en ensaladas y salsas
nadie podía evitar, llorar aceite de olivas.
Y al despejarse los ojos. sus dedos aceitados quedaran,
por lo que, al final, decidieron juntar, lágrimas en tinajas.
Sentado bajo el Olivo, el campesino errante,
sabiamente y cavilante, meditó en lo acontecido.
Lloraba ante el Olivo por no perturbar su nido,
pero su tristeza llegaba. Así, lo quiso el destino.
Fabius.-
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